Cuentos y Leyendas

LEYENDA DEL QUETZAL

Han de estar y estarán…--- me dijo a aquella tarde plácida e inefable, tarde de Guatemala, bañada de luz y de sol desfalleciente, la Andrea López, la china india que contándome cuentos me hizo entrar en las dulces regiones del sueño---. Hace de esto muchos años, ¡quién sabe cuántos! , había una ciudad que en nuestra lengua se llamaba Kumarkaaj --- que quiere decir  “el lugar en donde nuestras cañas se marchitaron” ---. Y que era la misma que hoy se llama Guatemala. En ella había una flor que era muy buena y muy bella, como deben ser buenos y son bellos todos los niños, la cual quería mucho a su padre, que era un árbol muy hermoso, un pino. Árbol mil veces sagrado, porque en nuestra lengua maya se llama chaaj, que quiere decir árbol  “árbol a través del cual se escucha el murmullo de la voz de Dios”, y a su madre, santa y buena, como son todas las madres, que era la luz de una estrella, la luz de la estrella de la tarde…

La flor tenía muchas hermanas, que siempre estaban a su lado, rodeándola y agasajándola. Estas, como ella, también pertenecías a las flores que en Guatemala se llaman orquídeas.

Una tarde, como ésta, la flor buena, pensando en sus padres y sus hermanas, muy suavemente se durmió. Tuvo un sueño tan dulce y tan bello, como son dulces y bellos todos los sueños de los niños: se vio atraída con un cariño maternal al regazo de Ixmucané, la abuelita, y tocada por las manos de Junapuh e Ixbalanqué, que la acariciaban dulcemente y que, de flor que era, la convertían en un símbolo admirable, en algo que encarnaba todo el arte y la gloria maya.

A la mañana siguiente la flor despertó y, en efecto, ya no era flor. Hallábase convertida en un bello pájaro que volaba muy alto. Y ese pájaro en el cual amanecí convertida, por buena, por espiritual, por delicada y por bella, es, mi muchachito, nada menos que el quetzal. ¡El Quetzal! Fiero y bello, que sabe lo mismo morir por libertad, como lo hizo sobre el pecho del cacique Tecún-Umán, cuando éste peleo cuerpo a cuerpo con el conquistador don Pedro de Alvarado, como sabe ser dulce y bueno cuando profetiza días de luz, de esperanza y de grandeza para su tierra que hoy se llama Guatemala y que entonces se llamaba Kumarkaaj, que en nuestra melodiosa maya quiere decir “el lugar en donde nuestras cañas se marchitaron”...”

“Y me monto en un potro,

Pa´ que me cuenten otro…”

La Andrea López me recostó en sus piernas, y con sus manos trigueñas – manos que tienen el color de mi tierra india--- me acarició los bucles hasta que me quede dormido soñando con orquídeas, con estrellas y con pájaros.

¡Ese mismo dia nació en mi cerebro un pájaro al cual he abierto hoy la jaula para echarlo a volar...!  

                                      

 
 

LA MARIPOSA NEGRA (Cuento)

“…cuando la mariposa negra llega sola a un lugar, y no en bandada, seguro qui´hay dijunto…”

Davale a Juan Mayén ---caporal de la ascienda “El caimito” y, según el decir de las gentes del lugar, el vaquero más “tres piedras” de todos los contornos desde Escuintla a Chiquimulilla---las ultimas ordenes relativas a las faenas del dia. Cuando un amariposa negra, grande, de una dimensión aproximada a los veinte centímetros, paso tan cerca de mí que rozó a la gacha como se unas en esas tierras, de mi sombrero tejano. Como un avión que llega al término de su viaje, la mariposa de introdujo al hangar improvisado, que vino a ser el cuarto de mi abuelo Chema que estaba situado, precisamente, a espaldas mías, en el corredor en que me hallaba.

No di importancia alguna a incidente tan vulgar en nuestras tierras costeñas y seguí dando mis órdenes.

     --Vos, Juan Mayén, te vas con tu cuadrilla a la quebrada del tigrillo y me haces trabajar “macizo”, como me gusta a mí, hasta que quede bien limpia. Ya sabes que los trabajos me los hacen a prisa…

     No pude continuar, pues al dirigir mí vista a Juan Mayén, observe, con sorpresa, que tiritaba como si fuera presa de los intensos calofríos que preceden siempre la llegada de las calenturas.

     --¿Qué te pasa a vos, Juan Mayén? –le dije --. ¿A vos, Juan Mayén, que no temblás ni cuando montas por primera vez a las potrancas cerreras, que ahora estás temblando con solo ver una mariposa negra? ¡Te estas poniendo viejo, Juan Mayén! ¡Tene cuidado de seguir así, pues te la va a ganar Pedro Cansinos! ¡Y vaya que le lleva ganas a ganártela…!

     --Si un´es miedo lo que tengo, patrón, es una simple corazonada: aquí va´haber dijunto. Cuando la mariposa negra llega, hay dijunto, patrón. La mesma mariposa negra, como la boca del coyote, pasó por aquí cuando pa´las lluvias de octubre murió la segunda mujer del patrón grande, su abuelito… La mesma, ansina de grande –con sus manos renegridas por el trabajo y por el sol calcinante de los trópicos, me diseñaba las dimensiones--, llegó al rancho de la Tomasa hace ocho días, y ya ve que en la quebrada de los Tempisqués la venadearion ese mesmo dia al Efraín, su hombre. No son cuentos ni chiles, patrón, es la pura y la santa verdad: No vo´asaberlo yo qui´hacen treinta años vivo en la costa amansando potrancas y potros cimarrones…

     --No seás papo, Juan Mayén. Esas son puras sonseras. A ustedes siempre se los engatusan las viejas con sus chiles. Andáte ligero a trabajar hasta que me dejen limpio el potrero grande, Y no pensés más en mariposas negras…

     Di media vuelta; lancé una estentórea carcajada. Lo dejé con el estribillo en la boca de “aquí v´haber dijunto”, y grité:

     --Vos Lupe – tal el nombre de mi mozo de confianza--, ensíllame a la “Sapuyula” con la silla mexicana; prepárame  el bastimento en las alforjas y prepárate vos también para salir, porque vamos a pasar todo el dia en los potreros del Zanjón…

     Tras breves momentos de espera, salí, jinete en mí y yegua “Sapuyula”, en cuyos sudados ijares hincaba con sádica saña mis espuelas de pura plata de carrera, corriendo como alma que se lleva el diablo, con dirección a los potreros del Zanjón, en donde me esperaba un dia de rudo trabajo y la cuadrilla que me iba a acompañar en este.

     Todo el dia lo pasé gritando:

     --¡Para acá me van a arriar las vacas paridas! ¡En  aquel potrero me van a echar a los toretes…!  ¡a este cerco hay que cortarle los chiriviscos! ¡al potrero de allá, en el que están las bateas de la sal, hay que echar a los novillos que se van a castrar a fin de la semana…

     ¡Oh, alegría sublime de sentirse dueño y señor de la inmensa sabana que compone el llano guatemalteco verde y prolifero! ¡Verde como el verde de mis montañas; verde como el verde de las plumas del quetzal; verde como la mancha verde que en el cielo ponen las bandadas de loros que hablando un lenguaje sin sentido pasan sobre mí; verde como las hojas de la milpa…! ¡Y prolífico como los hombres, y como las mujeres, y como las bestias de estas tierras calientes de mi tierra Guatemalteca…! ¡Dueño y señor de este llano que, palmo a palmo, hasta convertirse en la ciento cincuenta caballerías que hoy forman la finca, fue haciendo suyo la constancia y la recia voluntad de mi abuelo don José María Alarcón y Pirir –raro engendró de un castellano aventurero y de una india nata -- , que desde niños nos predicaba el evangelio del trabajo, de la honradez y de la bondad con los semejantes!

     Un ramalazo de dominio, un sed de posesión, recorrió todo mi ser y, como un centauro de los trópicos piqué espuelas a mi bestia y recorrí perdido entre los verdes zacatonales, ¡Quien sabe cuánta extensión de los exuberantes potreros de nuestra hacienda!  ¡El llano de la costa Guatemalteca embruja los que viven en intimo contacto con el!

     Fatigado, rendido de tanto trabajar, y con el rostro bañado en esa pasta achocolatada que se forma con la mezcla de sudor con nuestra tierra morena, volví a la casa de la Hacienda, cumplidas ya todas las labores del día…la tarde caía lentamente, en tanto que yo anudaba horizontes y pensaba…  (Los hombres del campo también solemos pensar. ¿En qué? ) (¿Pensaba en que iba a llegar a mi patria? ¿A mi patria? Sí, a mi patria, para nosotros, los costeños, nuestra patria es el campo y su capital es la casa de la Hacienda… ¿Qué nos importa a nosotros la otra patria, la de donde están los gobernantes, si nosotros tampoco le importamos a ellos…? ¿Nuestra patria es la casa de la finca en donde están nuestros hombres, los que nos ayudan en las diarias faenas, y donde tenemos nuestras leyes que son las del trabajo y las de una verdadera confraternidad, que solo la de la constante lucha, uno al lado del otro, por domeñar a nuestra bravía y enfurecida naturaleza…?

     Entonando una canción criolla –como siempre lo hacía-- y haciendo caracolear a mi bestia, hice mi entrada triunfal a los patios de la finca. Siempre que llegaba a ellos encontraba la impresión exquisita de sentir la alagarabía peculiar de los campos chapines, entre la cual se confunden los cantos de los vaqueros con el mugido de la vacada… ¡Esta vez había en el un silencio espectacular…!  ¡Ni siquiera el mastín de mis afectos salió a recibirme y a lamer el polvo de mis polainas…!

     Una inquietud muy grande se apoderó de mí. Salté de la bestia y corrí hacia la casa… De un solo tranco subí los escalones que conducen al corredor e iba ya a dar un grito preguntando a qué se debía este inusitado silencio, cuando la Juana, nuestra vieja ama de llaves, me ahorro la pregunta, diciéndome, con frases entre cortadas y llorosas:

     --¡Qué gran desgracia, niño Guicho!   ¡Al patrón grande, a mi señor don Chema, lo han traído muerto en unas parihuelas…!  ¡Los mesmos hijos de don Chilo López el dueño de la “Sabana”, lo encontraron tirado en el camino de Brito, muerto, y lo trajeron pa´ca…! ¡Dicen que a ellos se les figuraba que la bestia se le encabritó, tumbándolo al suelo, y que con la caía se le debe haber descoyuntado y muerto…! ¡Tan bueno que era el patrón! ¡Dios lo´haya perdonado y lo tenga en su santa gloria…!  ¡Yo tanto que le decía que a sus años ya no debía de salir solo; pero como él se créiba patojo, hasta que se quedó con la suya de que le pasara algo…!

     Intensamente agitado por la noticia llegué hasta el cuarto de mi abuelo. Allí, tendido en su “catre de tijeras”, que  no quiso abandonar nunca, estaba ahí el cuerpo largo y macizo de don José María Alarcón y Pirir, cuya cerviz no se agacho nunca jamás ante nadie, y a quien la muerte, por una terrible ironía, lo encontró de bruces.

     El gimotear de varias rancheras, y cuatro velas de cera, que como ellas también derramaban lágrimas, eran toda su compañía. Una sábana blanca, tan blanca como la nieve sobre alta cumbre, cubría su cuerpo, y sobre ella se posaba, tranquila, como un emblema bordado ex profeso, el escudo de la muerte, la mariposa negra.

                                                      

                                   

 
 

... Y EL PEDRO

VOLVIO A SER

EL MESMO DE D´IANTES…

(Cuento)

 

La ranchería se ha sumido en un silencio absoluto: silencio de las noches del trópico que tan solo interrumpe a veces el aullido del coyote  o el cloc… cloc…rítmico y acompasado de las ranas…a

     Frente al rancho de la Güicha, la nueva la nueva molendera de los peones, esa criolla trigueña y de pelo castaño, la de los senos erectos y firmes como zunzas morenas, la que desde su llegada hace quince días tiene revolucionados a los vaqueros, está el Pedro, quien hace mucho rato que rasguña la tierra con el dedo gordo del pie. El Pedro tiene abrazada la guitarra española, mercada en la Feria de Taxisco, sí, señor, afirma él siempre que aluden a su querido instrumento.

     El Pedro, antes tan alegre y tan “pura riata” para cantar bambucos, corridos y tonadas, hace días que ya no canta si no tonadas tristes como lamentos.

     ¿Qué le pasa al Pedro…?

     Dicen que por las tardes ya no va al corro que frente a la fogata se calienta el café forman los “vaquero” contando chiles y casos: si no que se van derechito a la “toma”, en cuya ribera se acuesta y desde la cual echa, una tras otra, piedrecitas que se zambullen al agua lo mesmo que en su mente se zabullen  sus penas, en tanto que su pensamiento se halla perdido quien sabe ónde…

     ¿En qué pensará el Pedro?

     Las lavanderas que lo ha visto en esa actitud, cuando van a la “toma” a darle “el primer ojo” a la ropa dicen que´el Pedro ya no´es el mesmo d´iantes. Te acordás, Micáila, le dice una a la otra, como era de alegre el Pedro. Pero ahura sí que cambio en un dialtiro. A mí se´me afigura que li´an dado el jumazo… ¿cómo iba a cambiar tanto el hombre pues,  Micáila? Si a veces me parece que anda engasado… ya ni saluda el Pedro… ya ni me jala el rebozo cuando me encuentra subiendo la quebrada con la tinaja al hombro… Pero si dicen que ya no sabe ni gritar ¡Oh vacaaa… pu…! , cuando arrea el ganado… si sigue ansina el patrón no lo v´aguantar más  y lo va´mandar con la música a otra parte… ¿Pa´que sirve pues, un vaquero que ya no tiene ni juerzas pa´arriar el ganado, un pa´lanzar el pial, ni pa´tumbar un novillo, pues?

 

     La causa de las penas del Pedro, la causa de que el Pedro no sea el mismo di´antes, está allí tras las puertas de caña brava del rancho de la Güicha. Ella tiene la culpa de que el Pedro esté ansi. L´otra tarde, cuando él se encontró con ella en la puerta de trancas del potrero, cuando venía tan requeté chula con la tinaha en la cabeza, le dijo:

      --Ve, Güicha, yo a vos te quiero mucho, tanto como quiero a la yegua Sultana que amansé yo mesmo. Queréme vos un poco también; te tiene cuenta. Si me acectás, te aseguro que te pongo tu rancho propio, que te compro tu ropa de mengala con blusa de manga de güicoy y naguas almidonas, y que te calzo… ¿Qué más querés vos Güicha?... ¡acetáme pa´tu hombre, no siás mala…!

     --¡Las cosa tuyas, Pedro!  ¿Qué te habés imaginado vos? ¿Crees que soy tan poca cosa que me vo´a enredar con vos? ¡Las cosas tuyas! ¡No s´hizo la miel pal pico del zope! Buscáte una de tu condición pa´que t´ihaga las tortilla y ti´aguante cuando llegués bolo… Yo si m´iamarro ha de ser con una buena proporción y no con un vaquero como vos, que apenas ganas cinco billetes a la semana…

     --Pero ve, Güicha…

        Pero la Güicha, haciéndose la interesante, lo dejo con la palabra en la boca. Por eso sufre el Pedro.

    El Pedro ha ido esa noche al rancho de la Güicha a ponerle fin a sus penas. Quiere volver a ser el mesmo d´iantes y va a tomar por la fuerza lo que no quieren darle por las buenas. ¡Vaya! ¡No faltaba más! ¿Por qué el que amansa potrancas cerreras no va a poder domar también a esta yegua qu´es la Güicha? ¿En qué pie quedaría, pues, el prestigio del Pedro, ganando a costa de tanto esfuerzo?

     --La vo´a hacer salir –piensa--, pero ¿Cómo? ¿Es que acaso Pedro tiene pauto con el Malo? No. No lo tiene. Pero si tiene una guitarra y su voz. Las mujeres, sabe el por experiencia, son como las culebras; apenas sienten la música para la cola y salen a escucharla.

    Y el Pedro, seguro de que la Güicha saldrá a escucharlo, canta:

“Tienes una enredadera,

En tu ventana,

Cada vez que paso y veo,

Se enreda mi alma…

Tus ojitos me aprisionan,

Y el fulgor de tu mirada son puñaladas

Al corazón”.

 

     Mientras el Pedro estaba frente al rancho urdiendo la matrera celada, celada de coyote en acecho de las gallinas, la Güicha, igual que el tigrillo criollo que tiene enjaulado en la casa de la finca del patrón, se pasea por los interiores del rancho con trancos largos, trancos de yegua en celo.

    La Güicha esta noche está rara. Ni ella mesma sabe lo que tiene. Siente algo así como un ligero consquilleo que principia en las puntitas de las chiches, que luego recorre todo su cuerpo trigueño, y que más tarde llega a su cerebro como catarata de ardiente lava…. ¿Qué tendrá la Güicha?... ¿La habrán picado las cantáridas…?

     Si la hubiera visto la Toribia, la partera de la finca, seguramente que habría diagnosticado con frialdad:

     --¡Falta d´ihombre tenes vos, Güicha!  ¡Es que ya sos mujer y no la patoja d´antes! Las yeguas de un año que tiene el patrón en la caballeriza también relinchan y se pasean así como vos cuando tu´avia no la ha cubierto el garañón…

     Pero la Güicha aún no sabe que los hombres sirven también para eso; para ella sólo sirven para burlarse de ellos…

     --¿Qué tengo yo, que tengo yo…? –repite cual una cantinela, y se pasea dando trancos largos y agitados.

     De pronto escucha la tonada que viene a aumentar su exacerbación. ¡Si saliera! –piensa--. Pero… debe ser el Pedro. ¡Que v´asaber ese ignorante de lo que tengo yo! ¡Si juera el niño Tono, el hijo del patrón, el canchito de ojos celestes, qu´es léido y escibeído, ese sí que sabría explicarme lo que tengo….! Pero… si es el Pedro… ese sólo sabe curar la gusanera  y capar novillos… ¿Y si no juera él?  ¿Si juera el niño Tono…?

     Mujer, al fin, la curiosidad la venció. Sale y, a boca de jarro, se encuentra con el Pedro. Se asusta. Quiere cerrar la puerta, pero ya es tarde: el hombre de nuestras tierras bajas  --mitad hombre y mitad bestia—no suelta así no más su presa. Le da un tirón que la lleva hasta sus brazos fornidos… con sus muslos fuertes le comprímelos ijares –igual que lo hace con las potrancas cerreras--… y…

     Tras el ramalazo producido por la carne satisfecha, al in la Güicha se dio cuenta de porque estaba rara aquella noche… ¡Sí también el Pedro, que no es léido ni escribéido, sabe averiguar las cosa…!

     ¡Y desde aquella noche, el Pedro volvió a ser el mesmo d´iantes…!

 
 
 

     

 
 
 

 

EL CARUAJE

DE SIXTO PEREZ

(Leyenda)

“…Tirado por dos negros caballos que

Hacen pelenguén…, pelenguén… sobre los

Adoquines, el carruaje de Sixto Pérez, que va

Echando chispas por todas partes, recorre en las

Noches obscuras las calles del barrio de la

Merced…”

 

Los años anteriores a que tuviera lugar el terremoto que en el año 1917 destruyó casi por completo la ciudad de Guatemala de la Asunción, no se dibujaba en ella ni el más ligero esbozo de vida nocturna.

     Tras el toque de ánimas que lanzaban al viento las lenguas de  bronce de sus cien historiadas iglesias, y del toque de queda que rasgaban los aires delos clarines de los Castillos de Matamoros y de San José  --que fuero construidos durante la época colonia--, sus tranquilos y pacíficos moradores, que seguían al pie de la letra el refrán de “mejor machete estate en tu vaina”, se encerraban en sus casonas coloniales, que nos hacían recordar las españolas de grandes patios y de balcones enrejados. Ellos sabían, mucho por experiencia y otros de oídas, que al salir a la calle podría costarle más que un dolor de cabeza que les harían pasar las “rondas” de don  Meme, que la recorrían de un confín a otro.

     Las personas  mayores, entre sorbo y sorbo de delicioso chocolate, servido en india jícara, hacían vida social en los salones, pelando al prójimo o hablando del chisme del día; y a la gente menuda, tras el habitual rezo del rosario y el recitar de las preces del “bendito” y el “ángel mío de mi guarda”, nos enviaban a la cama.

     Yo siempre fui un niño flaco, enfermizo, tímido y miedoso –una síntesis del niño consentido--,  que me asustaba ante la contemplación de un rincón obscuro o al escuchar el crujir de una puerta mal cerrada. Sin embargo, era muy dado a que me contaran “casos” de ánimas en pena y aparecidos, que solían relatarnos las criadas indias traídas a la capital de la finca de mi abuelo. Jamás me enviaban a acostar solo; siempre me acompañaba la Andrea, mi china, una india imaginativa, buena y leal, que sabía miles de historietas, a cuales más interesantes, y que vivía al lado de mi familia desde el casamiento de mi madre. Ella había recibido la orden de no separarse de mi lado, sino hasta  que estuviese profundamente dormido.

     Todas las noches, a la hora precisa en que me acostaba, escuchaba pasar frente a mi cuarto, que estaba situado al lado del de mi madre, y en el ala del de la casa que daba a la calle, el ruido del arrastraje raudo de un carruaje cuyos caballos, percherones negros, me lo imaginaba yo, golpeaban con sus cascos herrados los embaldosados de las calles que vieron pasar por encima de ellas a muchos capitanes generales y a esbozados caballeros españoles de la época pre independencia.

     La primera vez que lo sentí pasar, apenas si le di importancia. Pero como seguí sintiendo que lo hacia todas las noches, a la misma hora, principié a inquietarme y a bordar en mi infantil y enfermiza imaginación las más extrañas conjeturas. Una noche, por fin, decidí salir de dudas y; preguntarle a la Andrea lo que hacía ese carruaje a esa horas. ¿Cómo no lo va a saber ella –pensé—que sabe tantas cosas?

      --¿Qué hace ese carruaje cuyos caballos pasan todas las noches a la misma hora haciendo pelenguén… pelenguén…? –me respondió—pues, es el Sixto Pérez. Si me ofreces quedarte dormido y no decirle nada a la “señora” que te lo he contado, te relato su historia.       

     --Te lo prometo, pero cuéntamela…

     --Todo esto –dijo—sucedió después de la Revolución de 1871, que derroco al gobierno de los “cachurecos”, llamado de los 30maños, y cuando hacía poco que me había subido a “la guayaba” el General Don Justo Rufino Barrios, Don Rufo, como lo llamaban todos, y quien quería mucho a los humildes  y odiaba a los aristócratas. Este señor, al nomas subir al poder, dispuso que salieran de Guatemala, para bien de ella, los frailes, Monjas y padres que habían en los conventos. Como él mismo no podía ejecutar órdenes, comisionó a que las llevara a cabo a Sixto Pérez, a quien, por su color, llamaban Sixto Negro, personaje a quien habían depositado mucha confianza. Este no sólo las cumplió, sino que dicen que se excedió en ellas; pero esto no viene al caso, y sigamos con la historia.

     “Un viernes Santo, llevada en hombros por los “cucuruchos” de la Hermandad de Jesús Sepultado de Santo Domingo, salió de ese templo la procesión del Santo Entierro. Esa misma procesión que sale ahora a las tres de la tarde y que recorre media Guatemala.

     “Cuando la urna del señor, adornada con flores de incienso, venía por la esquina de esta misma calle (nuestra casa se hallaba situada en la 11 avenida norte y quinta calle), frente al atrio de la Merced, cuyas matracas imponían majestad a la procesión, se dejó venir sobre ella, como un huracán, un carruaje tirado por dos brioso caballos negros, adentro del cual iba gritando y cantando don Sixto Negro, a quien acompañaban varias “mujeres malas” que rompían el tradicional silencio de ese dia con sus risotadas y cantos.

 

     “Loa “cucuruchos”, ante el inesperado atropello, dejaron caer al suelo la anda, rodando por él la imagen, que si no se hizo trizas fue por un puro milagro… Sixto y sus acompañantes se perdieron entre la polvazón que se levantó  y las maldiciones y candelazos que alcanzaron a tirarles algunos “cucuruchos”.

     “No habían pasado dos semanas de que esto sucediera, cuando se supo en Guatemala, que Sixto había desaparecido. Lo buscaron por todas partes; y nada: en su cuarto sólo encontraron un fuerte y penetrante olor a azufre. Mi nanita que Dios la tenga en su santa gloria, contaba que se lo llevó el “cachudo”, con ropa y todo, dejando pa´recuerdo, de que había estado por allí, la jediondez en el cuarto…”                                  

     “Desde entonces m´hijo, esta hora, qu´es la hora en que salen las ánimas a cumplir sus penitencias por el mundo, la de él sale a pasearse por la mesma calle en que cometió su desacato; y hace en el mesmo carruaje, que va tirado por dos caballotes negros, que van echando chispas por la boca y haciendo sobre los empedrados pelenguén… pelenguén… Si no me crees lo que te cuento, abre la ventana mañana a esta mesma hora y lo vas a ver…

     “Mi finada manita, que según ella jamás digo una mentira, me contó, como yo te lo cuento a ti, este “caso”, y ella me aseguraba que una noche que la mandaron a comprar un manojo de cigarros de tuza a la tienda de la esquina, alcanzó a ver cuándo el carruajón, echando chispas por todos lados, doblaba la esquina de la quinta calle”.

***

     Raudos, como el carruaje de Sixto Pérez, los años han pasado por mi vida. Me hallo lejos de mi Guatemala embrujada y llena de consejas, siempre que por las noches oigo sobre los embaldosados el pelenguén…pelenguén… de algún coche, llega a mi imaginación el recuerdo del carruaje de don Sixto Pérez, que, entre chispas y tirado por negros percherones, tal vez esté pasando por las calles de mi barrio de la Merced…

                                                    

LA LEYENDA

DEL CABALLO

DE CORTES

 

En la gran plaza que circunda el templo piramidal erigido del Dios Kukulkán, en Tayazal, capital del reino de los Itzaes  --que como se sabe, se encuentran en la isla, sobre el lago Chaltuná--, hay una animación nunca vista. Animación que solo es dable observar en ella cuando el pueblo es convocado a unir sus voces y oraciones a las de los reyes y sacerdotes, para elevarlas a los Dioses, en medio de grandes sacrificios, pidiéndoles que vacíen sobre sus tierras la lluvia que haga brotar de las milpas las pródigas mazorcas.

 

El pueblo no está reunido ahora para pedir a Kukulkán que haga llover, pues aún no estamos en Tocaxepual; si no para rogarle que ilumine a los grandes sacerdotes la forma de solucionar la enorme desgracia que ha caído sobre los Itzaes desde el mismo dia en que llegó el hombre blanco.

 

Hace poco pasó por Tayasal, con rumbo a tierras de Copán, el fierro conquistador Hernán Cortés. Encontrábase éste en Tayasal cundo sobrevínole una ligera enfermedad a su tzimimchac. Esperó varios días que éste mejorara; pero como la larga espera iba ya retrasado su viaje, desidióse a dejarlo al cuidado de Canek, a quien dijo que, a su vuelta, pasaría a buscarlo, y que ¡Ay de él! Si no lo hallaba vivo, y, sobre todo, ¡curado de su mal!

 

El canek ordeno a sus más leales servidores que el tzimincbac fuera objeto de tan delicados cuidados como si se tratara de una persona de sangre real.

                                                                                                                      

EL mismo iba a verlo tres y más veces y más veces al dia y el mismo ordeno que al sagrado tzimicbac no se le diera otro alimento que no fuera oro pensaba el Canek que el tzimimcbac debía alimentarse de lo mismo con que alimentaba su hambre insaciable el fiero conquistador su amo y dueño a todas las horas le era llevado el alimento pero siempre el tzimincbac lo rehusaba con gestos  que demostraban su desprecio por el áureo manjar sin embargo se le dejaba allí, pues rey y sus servidores sin embargo se lo dejaban allí pues rey y sus servidores suponían que tarde o temprano habría de comerlo.

 

Las visitas del rey eran alternadas con las de los demás médicos, quienes quienes hacían ingerir al tzimicbac variados y raros brebajes, sin lograr que se observara en el la más ligera mejoría. Un dia el anterior a aquel en que el pueblo se hallaba reunido frente al templo, con gran sorpresa de Canek el tzimicbac fue hallado sin vida. Un pánico enorme se apodero de él. hizo llamar a los grandes sacerdotes, quienes, después de mucho meditarlo le dieron el consejo de que ordenara elevar preses y hacer sacrificios a los dioses a fin de que estos devolvían la vida al tzimicbac o dieran la fórmula para solucionar un caso de tanta gravedad como no se había presentado otro hasta entonces.

 

 Un sol esplendoroso caía sobre la ciudad y sus rayos jugueteaban sobre las aguas del Chaltuná que ese dia estaba más bello que nunca. Con su hieratismo acostumbrado que sólo se turbó unos instantes para aclamar el aparecimiento del gran sacerdote, ésta el pueblo todo de los Itzaes en la parte más alta del templo, en el mismo sitio donde está  el tigre rojo manchado con jades que sirve de altar están los cinco mancebos y las cinco vírgenes itazes que serán sacrificadas ese dia. Las resinas del Pom –gratas a los dioses—han sido colocadas ya en los pebeteros. Las rajitas de ocote con que serán encendidas, están listas. El gran sacerdote y sus ayudantes tienen ya puestas las adornadas y sagradas vestiduras. Sólo se espera que llegó el Canek, su familia y su corte, para dar principio al magno sacrificio de cuyos resultados dependen los destinos del reino de Tayasal de los Itzaes.

 

Recibido por el vivo y jubiloso clamor de su pueblo hizo su entrada, al fin al canek. Viene en su litera de oro cuagada de pedrerías, que traen en sus hombros los esclavos lacandones. Un jaguar, atado a una áurea cadena, inicia la real marcha. El canek, desde su litera, sonríe a su pueblo, al que dirige benevolentes  miradas, en tanto que con su diestra acaricia, y juguetea con él a un quetzal hecho de esmeraldas y rubíes que lleva en la otra mano. Los atabales, tunes y chirimías, con sus voces quejumbrosas que llenan el ambiente, reciben también al canek. Hasta el sol, que se ocultó tras una novicia, rindió homenaje al rey y señor de tayazal de los itzaes.

 

El sacrificio da principio. Jobitzinaj, el gran sacerdote ordena quemar el pom, entre cuyas aromadas volutas se difumina su grave estampa.

Con manas seguras tomas las primeras de las víctimas, una virgencita Itzá, aún núbil, la muestra al pueblo que se postra de hinojos., hecho esto, lo tiende sobre el tigre rojo que sirve de sacrificios, y, lentamente le acerca al pecho el delicado cuchillo de jade con el cual le hable al pecho, sin que la víctima lance un solo lamento, hasta sacarle el corazón palpitante que muestra a la multitud, para luego enseñarlo al dios cuya suprema representación es el sol esplendoroso que ese dia y radia sobre tayazal sobre lo itzaes.

 

En la mismo a forma fueron sucediéndose los demás sacrificios cuya ejecución, el canek y su pueblo, contemplaban inmutables. Había tomado jobitzinaj a la penúltima de las victimas cuando de pronto las soltó, cayendo el, como herido por un rayo sobre el altar. Nadie se movió de su sitio pero todos pensaron que los dioses no satisfechos aún, habían inmolado con sus propias manos al gran sacerdote. Con asombro general, el sumo sacerdote se incorporó. Su rostro bello era de un gran iluminado su cuerpo y todo radiaba luz. El gran sacerdote había recibido de los sacerdotes la fórmula para solucionar el grave conflicto que amansaba la existencia de los tayazal de los itzaes

 

Las ceremonias dieron termino., con la misma ponga con que había llegado así marchóse el canek., solo que ahora lo seguía el pueblo que, mudo que caminaba tras el. La plaza del templo quero vacía y ella, como la ciudad toda, envuelta con el más absoluto silencio. Fue tal recogimiento que hubo entre los itzaes, que hasta las aguas de chaltuná estuvieron tranquilas.

 

Los que digieran los dioses a los sacerdotes no supieron más que este y el canek. El pueblo solo contempló la salida. Como el creado del palacio, quien llevaba unos royos escrito indescifrables jeroglíficos, tomando rumbos así las tierra de chichen Itzá.

 

En la más bella de las cámaras del palacio del canek, la que comunica a la cámara real está sentado frente una cortina que parece ocultar algo, un hombre que se conoce que no es de la tierra de Itzá, por vestir en forma distinta como lo hacen sus habitantes. En sus manos tiene un delicado cincel de piedra y una mano. El hombre parece que merita. Tiene los ojos fijos en un lugar determinado de la pieza, dándonos la sensación que se opera una determinada lucha. 

 

Viene a sacarlo de su meditación la presencia de raros personajes. Uno, joven y ataviado con las vestimentas que usan solo los señores de sangre real., y el otro anciano trajeado, como solo lo hacen los señores de la casta sacerdotal. Son, el canek, reyes y señor de los itzaes, y jobitsinaj, gran sacerdote de tayazal.

A su presencia, y meditabundo se incorpora haciendo una grave inclinación sin prorrumpir una sola palabra.

 

El primero en hablar es el canek:

--seguían, como ser hoy el ultimo dia del plazo que nos habías fijado, hemos llegado hasta aquí, jobisinai y yo, haber vuestra otra terminada. Antes de mostrárnosla, pensaba bien en lo que hacéis porque de ello depende nuestra vida y aun la felicidad futura de nuestro pueblo.

 

Siguán da dos pasos así tras, sin volver la espalda a los señores y con sus manos trémulas por la emoción que nos invade descorre su suntuoso cortinaje.

 

Ante los ojos atónitos del canek y de jobitsinaj, que se postran de  hinojos, dales la realidad que ven, se presenta la fiel imagen que se hubiera hecho desde entonces de un tzimimcbac. La emoción hace que transcurra breves momentos de silencio, que solo viene a romper la voz emocionada del canek:

 

--¡Vuestra obra es admirable, Siguán! ¡Habéis hecho honor al pueblo de Chichén Itzá, que goza de la merecida fama de poseer los más grandes escultores del imperio de Mayab. Vuestro pueblo!

Es algo maravilloso, pero… el tzimimchac no tiene vida. ¿Quién se la dará?...

 

--No os preocupe semejante cosa, mi rey y mi señor  --interrumpe jobitzinaj--, los dioses también nos dieron, la fórmula para hacer tal cosa. Lo principal, las masa, está hecho; ahora les toca a ellos soplarlo con el hálito divino que le infunde la vida y el movimiento. Nuestros dioses me dijeron que para lograrlo es preciso sumergir el tzimimchac, una noche de plenilunio, en la aguas de Chaltuná, y dejarlo en ellas hasta que llegue a tocarlo y le dé el hálito divino que habrá de infiltrarle la vida, Juracán “el corazón del cielo”.

 

Esa noche, que por rara coincidencia era de plenilunio, la maravillosa escultura del tzimimchac, la cual bautizaron con el nombre de “tzimimchac”, deificándolo, fue sacada sigilosamente del palacio de los Canek y llevada a las orillas del Chaltuná en cuyas aguas tranquilas fue sumergido, de acuerdo con los consejos de los dioses.

 

Han pasado generaciones de generaciones… Hernán Cortés, para suerte del Canek y de su pueblo, no volvió jamás a Tayazal de los Itzaes…Y entre las aguas tranquilas del Chaltuná, esperando aún que el Juracán llegue a darle vida con su hálito divino, está tzimimchac, que suele ser visto cuando las bajas mareas descubren su urgida y pétrea cabeza…